Ayer volví a asumir la contradicción de visionar el episodio
semanal de este “reality show cooking”. Presento en mi defensa, como ya comenté
en la entrada anterior, que lo hice de forma intermitente. Me recuerdo a mí
mismo, de pequeño, delante del televisor en blanco y negro, con los ojos
tapados, sufriendo la experiencia de ver una película de terror. Cosa que no he
podido realizar ni siquiera de adulto. Lo reconozco soy un cagado, aunque prefiero
entenderlo como producto de mi gran capacidad de empatía.
Sea como fuere, entre las rendijas de mi “mano-zapping”, ayer ratifiqué
el carácter inhumano de esta manera de entender la cocina, a través de un hecho
con una gran potencia simbólica: la expulsión del concursante Manuel Núñez, y
la repesca de Melissa Herrera.
El primero, aparentemente
(y subrayo esto porque uno no puede fiarse del todo de lo que se trasmite a
través del filtro televisivo) un cocinero sensible, constructivo y, que se
reconocía, sufriente por su autoexigencia. Sus palabras, recogidas en el
Facebook, ayudan a entenderlo: “He
intentado mantenerme fiel a mis principios personales y profesionales más allá
del resultado, del desgaste emocional y de saberme en un medio que funciona con
códigos diferentes a la cocina…”
En el otro extremo del ring (o al menos así creo que lo vive
ella), Melissa, una cocinera, aparentemente,
competitiva, destructiva en cuanto sus comentarios hacia los demás, y cuya
exigencia se manifiesta en una compararse de manera permanente con sus
adversarios.
Soy consciente de la marginación que sufren las mujeres en la
alta cocina, como un reflejo más del machismo imperante en la sociedad; pero
precisamente la imagen de un cocinero con sensibilidad emocional expulsado, y
una cocinera con una actitud competitiva repescada, más que ayudar a romper las
cadenas atávicas machistas, no hacen más que fortalecerlas.
Porque si algo nos ofrece la cocina es la posibilidad de
constituirse en un espacio alternativo para entendernos a nosotros mismos y
nuestras relaciones con los demás. Como señalo en la publicación de referencia de este blog:
Coincido con Laura Esquivel cuando nos invita a volver a
nuestros orígenes: “Tal vez la única
salida que nos queda es rescatar el fuego civilizador y convertirlo nuevamente
en el centro de nuestro hogar. Reunámonos junto a él para reflexionar sobre
nuestra relación íntima con la vida. Recuperemos el culto a la cocina, para que
dentro de ese espacio de libertad y democracia, podamos recordar cuál es el
significado de nuestra existencia” (citada por Lourdes Ventura en el
prólogo del libro “Como agua para chocolate”).
Frente a la concepción alienante de la cocina como un espacio
femenino con una gran carga de exclusión y renuncia (la mujer a la cocina),
reivindicamos el lugar de los fogones y los calderos como un contexto
subversivo en el que, a través del esfuerzo por saciar el hambre de los otros,
la nutrición se convierte en un ritual metafórico donde alimento y afecto se
vinculan para sanar a la humanidad.
El primer acto de relación entre el recién nacido y su madre
es colocar al bebe cerca del pecho para activar el reflejo de succión. Venimos
preparados para alimentarnos de nuestra procreadora, pero si vamos más allá de
este acto de dar de comer, observaremos lo que significa en su profundidad esta
“primera vez”: aceptación, amor incondicional, cariño, protección, placer,… En
resumen, felicidad.
Si me lo permites Manuel, un consejo. Si hay una nueva repesca,
no te presentes. Por lo que he podido ver de tu interior, eso no va contigo y
sufrirías en tu alma los cuchillazos emocionales de una manera de entender la
cocina que poco tiene que ver con lo humano y con el fin de nuestra propia
humanidad que no es otro que "aprender a ser felices".